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Primera Parte. El Credo: La Fe Profesada

En los Evangelios vemos y escuchamos a Jesús llamar a los demás a

aceptar, vivir y compartir el Reino de Dios. La proclamación del Reino

de Dios es fundamental en la predicación de Jesús. El Reino de Dios es

su presencia entre los seres humanos, llamándolos a una nueva forma de

vida, como individuos y como comunidad. Este es un Reino de Salvación

del pecado y un compartir de la vida divina. Esta es la Buena Nueva

que termina en amor, justicia y misericordia para todo el mundo. El

Reino se realiza parcialmente en la tierra y permanentemente en el cielo.

Entramos en este Reino mediante la fe en Cristo, la iniciación bautismal

que nos lleva a la Iglesia y la vida en comunión de todos sus miembros.

Las palabras de Jesús, expresadas en sus parábolas, en el Sermón de

la Montaña, en sus diálogos y en el discurso de la Última Cena son una

llamada a la santidad mediante la aceptación de su Reino y salvación.

Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que más bien la llevó a su plenitud

(cf. Mt 5:17-19) con tal perfección (cf. Jn 8:46) que reveló su significado

absoluto (cf. Mt 5:23) y redimió las trasgresiones contra ella (cf. Hb

9:15). Los milagros y otras obras de Jesús son actos de compasión y

signos del Reino y de la salvación.

En el misterio de la Transfiguración obtenemos una muestra del

Reino. Un himno de la liturgia bizantina nos lo explica con claridad:

Te transfiguraste en el Monte, oh Cristo Dios, y tus discípulos

vieron tu gloria en cuanto pudieron; para que cuando Te vieran

crucificado, comprenderían que Tu sufrimiento era voluntario,

y proclamarían al mundo que Tú en verdad Eres el Esplendor

del Padre. (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la

Transfiguración; de Patriarcado de Antioquía, Iglesia Católica

Apostólica Ortodoxa, Santiago de Chile)

Sobre todo es en el Misterio Pascual, el acontecimiento salvífico de

la Pasión, muerte y Resurrección de Jesús, mediante el que participamos

en el misterio de Cristo de la manera más profunda. Aquí está el corazón

del Reino de la salvación al que estamos llamados. En Cristo morimos

a nosotros mismos y al pecado. Resucitamos para participar en su vida

divina mediante la Resurrección. Esto es posible para nosotros por

medio de los sacramentos.