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Capítulo 13. Nuestro Destino Eterno

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con todos los otros miembros de la Iglesia, aquellos que todavía viven y

aquellos que nos han precedido al Reino del Cielo. Somos, de esta forma,

parte de la Comunión de los Santos. En este capítulo hablaremos de

nuestro viaje desde la vida, pasando por la muerte, hasta la perfección de

la Comunión de los Santos en la eternidad.

EL SIGNIFICADO DE LA MUERTE CRISTIANA

La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina,

se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal,

adquirimos una mansión eterna en el cielo

—Prefacio de difuntos I,

Misal Romano

; CIC, no. 1012

El último artículo del Credo proclama nuestra creencia en la vida eterna.

En la Recomendación del Alma a veces escuchamos esta oración: “Sal,

alma cristiana, de este mundo […] Que descanses hoy en paz y habites

con Dios en su Reino […] que veas cara a cara a tu redentor” (Oración

de Recomendación del Alma, no. 220). La Muerte es el final natural e

inevitable de la vida en la tierra. “Hay un tiempo para nacer y otro para

morir” (Qo 3:2). Cambiamos, envejecemos, incluso la muerte parece

algo apropiada tras una vida plena. “El polvo regresará a la tierra de

donde vino, y el espíritu a Dios, que lo dio” (Qo 12:7).

Pero la realidad de la muerte y su finalidad dan una urgencia a

nuestras vidas. “La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo

abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en

Cristo” (CIC, no. 1021). Esta enseñanza reconoce que la muerte de

una persona marca el final de nuestro viaje terrenal con sus tristezas y

alegrías, con sus fallos pecaminosos y los triunfos de la gracia y ayuda

salvíficas de Cristo.

La Iglesia enseña que “cada hombre, después de morir, recibe en

su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular” (CIC,

no. 1022). San Juan de la Cruz (1542-1591) escribió: “A la tarde te

examinarán en el amor” (

Dichos

, no. 64). El amor perfecto hace posible