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Cuarta Parte. La Oración: La Fe Orada

recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar,

entra en tu cuarto cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está

allí, en lo secreto, y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.

Cuando ustedes hagan oración, no hablen mucho, como los

paganos, que se imaginan que a fuerza de mucho hablar serán

escuchados. No los imiten, porque el Padre sabe lo que les hace

falta, antes de que se lo pidan.

Ustedes pues, oren así:

PadreNuestro,queestás en el cielo,/ santificado sea tu nombre,

/ venga tu Reino, / hágase tu voluntad / en la tierra como en el

cielo. / Danos hoy nuestro pan de cada día, / perdona nuestras

ofensas, / como también perdonamos a los que nos ofenden; / no

nos dejes caer en tentación / y líbranos del mal. (Mt 6:5-13)

El Evangelio de Lucas también ofrece consejos sobre la oración:

Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y

encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe;

quien busca, encuentra y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre

ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una

piedra? ¿O cuando le pida pescado,le dé una víbora? ¿O cuando

le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos,

saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿Cuánto más el Padre celestial

les dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan? (Lc 11:9-13)

Está claro, entonces, que Jesús enmarcó su don del Padrenuestro con

ayudas para cómo rezar más eficazmente.

San Lucas transcribe otra de las instrucciones de Cristo sobre la oración

en la parábola del fariseo arrogante y el publicano humilde:

Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro,

publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “Dios mío, te

doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones,

injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos

veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias”. El

publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los

ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo:

“Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Pues bien, yo les

aseguro que éste bajó a su casa justificado, y aquél no: porque