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Primera Parte. El Credo: La Fe Profesada

La fe en la resurrección de nuestros cuerpos es inseparable de nuestra fe

en la Resurrección del cuerpo de Cristo de entre los muertos. Él resucitó

como nuestra cabeza, como el modelo de nuestra resurrección y como

la fuente que da vida a nuestra nueva vida. “Si el Espíritu del Padre,

que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el

Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida

a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes”

(Rm 8:11).

Creer en la resurrección de la carne ya existía en tiempos de Cristo

entre los fariseos. Jesús realizó milagros mediante los cuales devolvía

la vida a algunos muertos como signos de su futura Resurrección, y

asociaba estos acontecimientos a sí mismo: “Yo soy la resurrección y la

vida” (Jn 11:25).

Cristo, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1:18), es el

principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por

la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6:4), más tarde por la

vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8:11). (CIC, no. 658)

Todos los muertos resucitarán cuando Jesús regrese para juzgar

a vivos y muertos. En la resurrección final, nuestros cuerpos serán

transformados, aunque no sabemos exactamente cómo. La manera de

nuestra resurrección excede nuestro entendimiento e imaginación y es

solo accesible a nuestra fe.

Hay algunos que preguntan: “¿Cómo resucitan los muertos?

¿Qué clase de cuerpo van a tener?” Es que no se han puesto a

pensar que el grano que se siembra tiene que morir, para que

nazca la planta. Lo que se siembra no es la planta que va a

brotar, sino solamente la semilla, por ejemplo, de trigo o de

cualquier otra cosa […] Se siembra un cuerpo corruptible y

resucita incorruptible […] Los muertos resucitarán incorruptibles

[…] Porque es necesario que este ser corruptible se revista de

incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad.

(1 Co 15:35-37, 42, 52, 53)