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Capítulo 18. El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación

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A causa de la debilidad humana, la nueva vida en Cristo que recibimos en

los Sacramentos de la Iniciación, es a menudo amenazada por el pecado.

Lo que es más, todos nos enfrentamos a la enfermedad y la muerte. Dios

sale constantemente a nuestro encuentro para que nos reconciliemos con

Él. Mediante los dones de la Iglesia, Jesús, nuestro médico divino, nos ha

dado los Sacramentos de Curación —de la Penitencia y Reconciliación,

y de la Unción de Enfermos— para el perdón de los pecados y para el

servicio a los enfermos y moribundos.

Los pecados cometidos tras el Bautismo son perdonados con el

sacramento de la Penitencia y la Reconciliación, también llamado

sacramento del Perdón, de la Confesión y de la Conversión. Nos

referiremos a este sacramento tanto como “de la Penitencia” como “de

la Reconciliación”, intercambiándolos y usándolos por igual.

La misericordia divina y la conversión son temas constantes en las

Sagradas Escrituras. La misericordia de Dios hace posible el arrepenti­

miento del pecador y el perdón del pecado. Una y otra vez, en el Antiguo

Testamento, los pecados del pueblo se encuentran con la misericordia

de Dios y con la invitación a ser sanados y de regresar a una relación

basada en la alianza. Incluso cuando el amado Rey David mintió,

cometió adulterio y causó la muerte de un hombre inocente, él no estaba

fuera del alcance de la misericordia de Dios, a la cual podía recurrir con

humildad. El Salmo 50 nos ofrece palabras para expresar la clase de

contrición y confianza en el perdón de Dios que el Rey David sintió tras

cometer estos pecados.

JESÚS PERDONÓ PECADOS

Los Evangelios ofrecen numerosos ejemplos de la misión de Cristo de

perdonar pecados. Cuando un paralítico fue descendido por el techo de

una casa y puesto a sus pies, Jesús primero le perdonó los pecados y luego

lo curó de su enfermedad (cf. Lc 5:17-26). Cuando una mujer pecadora

se arrodilló a sus pies en la casa de Simón el Fariseo, Jesús le perdonó sus

pecados porque ella había “amado mucho”, no como el fariseo, que no

era consciente de su propia pecaminosidad (cf. Lc 7:36-50). La parábola

de Cristo del hijo pródigo ilustra el significado sublime de su ministerio