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dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso

con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una expe-

riencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo

de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den

muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero

en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en

Cristo Jesús; ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”,

sino que somos siempre “discípulos misioneros”.

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La Misa es esencial para nutrir y formar discípulos misioneros. La pal-

abra

Misa

proviene de la palabra latina

missa

y lleva dentro de sí la misión

que nos es encomendada. Cuando escuchamos las palabras “Pueden irse,

la Misa ha terminado”, nuestra obra como discípulos comienza de nuevo.

Con estas palabras, participamos de la misión de Cristo dando a conocer su

mensaje al mundo. El

Catecismo de la Iglesia Católica

explica que “la liturgia

en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los

fieles (‘

missio

’) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotid-

iana”.

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El despido en la Misa nos invita a responder al mandamiento del

Señor de “ir y hacer discípulos” con el testimonio fiel de nuestra vida. El

discipulado misionero y la Misa están íntimamente conectados.

Dependientes del Espíritu Santo

Los bautizados son enviados al mundo por Cristo en y por medio del

Espíritu Santo como misioneros de fe, esperanza y caridad. Es con y por

medio de la “decidida confianza en el Espíritu Santo” que la vida de

uno está orientada hacia Cristo y puede uno vivir como discípulo mis-

ionero.

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“Por lo tanto, la plena confianza en la obra del Espíritu Santo

es esencial”.

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El beato papa Pablo VI expresó esto maravillosamente cuando pre-

guntó: “Nos hemos preguntado más de una vez . . . cuál es la necesidad,

primera y última, que advertimos para esta nuestra bendita y amada

Iglesia. Tenemos que decirlo . . . el Espíritu Santo, el animador y santifi-

cador de la Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas,

su principio unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su

consolador, su fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y

preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne

Pentecostés: necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en