erróneos.
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La virtud de la prudencia
19. La Iglesia promueve la conciencia bien formada no sólo enseñando la
verdad moral, sino también animando a sus miembros a desarrollar la virtud de
la prudencia, que san Ambrosio describió como “el auriga de las virtudes”. La
prudencia nos permite “discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien
y a elegir los medios rectos para realizarlo” (
Catecismo de la Iglesia Católica
, no.
1806). La prudencia forma e informa nuestra capacidad para deliberar sobre
las alternativas disponibles, identificar cuál es la más adecuada en un contexto
específico y actuar decisivamente. El ejercitar esta virtud requiere a menudo
de la valentía para actuar en defensa de principios morales cuando se toman
decisiones sobre cómo construir una sociedad de justicia y paz.
20. La doctrina de la Iglesia es clara al decir que el bien no justifica medios
inmorales. Al buscar todos nosotros el avance del bien común —defendiendo
la santidad inviolable de la vida humana desde el momento de la concepción
hasta su muerte natural, promoviendo la libertad religiosa, defendiendo el
matrimonio, alimentando al hambriento y dando techo al desamparado, dando
la bienvenida al inmigrante y protegiendo el medio ambiente— es importante
reconocer que no todos los proyectos de acción posibles son moralmente
aceptables. Tenemos la responsabilidad de discernir cuidadosamente qué
políticas públicas son moralmente sólidas. Los católicos pueden elegir
diferentes maneras de responder a los problemas sociales imperiosos, pero no
podemos alejarnos de nuestra obligación moral de ayudar a construir un mundo
más justo y pacífico con medios moralmente aceptables, de forma que el débil y
el vulnerable sean protegidos, y los derechos y dignidad humanas defendidos.
Hacer el bien y evitar el mal
21. Ayudados por la virtud de la prudencia en el ejercicio de una conciencia
bien formada, los católicos están llamados a tomar decisiones concretas
respecto a las opciones buenas y malas existentes en el ámbito político.
22. Hay cosas que nunca debemos hacer, ni como individuos ni como
sociedad, porque estas son siempre incompatibles con el amor a Dios y al
prójimo. Tales acciones son tan profundamente defectuosas que siempre se
oponen al bien auténtico de las personas. Estas acciones se llaman “actos
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